Cristian De Nápoli responde a la gente de Haceme Llegar
la teoría sociológica y la lógica argumentativa como conglomerado
de residuos en los ensayos del grupo “Haceme llegar”.
Cristian De Nápoli
Hay, a la fecha en que este artículo se está escribiendo (22 al 25 de mayo de 2006), una distancia de no más de 20 días frente al momento de aparición en la web (www.hacemellegar.com.ar) del texto de Selcit y Kesselman a propósito de la obra de Daniel García Helder, texto donde se infija una acusación a Eloísa Cartonera como un proyecto que, se dice entre otras cosas, “vende cartoneros”.
Quisiera responder a esa lectura partiendo de uno de sus efectos: en 20 días de circulación en internet, varios miembros de la comunidad bloguera que adhirieron a los planteos de Selci-Kesselman decretaron –por medio de los llamados “comments”– lo siguiente: los ideólogos de Eloísa Cartonera son cobardes porque no respondieron. De la crítica cultural hoy se espera, al parecer, la misma celeridad que exigen los programas de chimentos para que una vedette retruque a otra. Un apriete de ese tipo sólo es verosímil si subordinado a las torpes tentativas actuales de naturalización del mensaje electrónico o “comment” como el espacio idóneo para la crítica. Ya he cuestionado en otro lugar –www.poesia.com– esas tentativas; sólo quisiera agregar una reflexión al respecto, que surgió de una charla con la poeta brasileña Angélica Freitas. Cuando Freitas leyó mi escrito sobre los blogs, adujo que para ella, que vive en Rio Grande do Sul, el soporte blog le es de gran utilidad para dialogar con poetas de diferentes estados del Brasil. Su observación, lejos de inducirme a un replanteo de mi punto de vista, me confirmó lo siguiente: acá no hay federación sino que hay una comunidad bloguera formada por 50 o 100 jóvenes que habitan un espacio de veinte manzanas de Palermo: ¿por qué no se encuentran en un bar y hacen una revista?
Retomar esta cuestión, de todos modos, me alejaría de mi objetivo, que es señalar, a través del texto Selci-Kesselman, el empobrecimiento de la producción intelectual en una institución vinculada en términos de particulares pero radicalmente ajena en términos de estructura respecto del mundo de los blogs y las revistas virtuales: la institución académica, específicamente en lo que atañe a la producción discursiva llevada adelante por aquellos integrantes que cuentan con mayor visibilidad dentro de la actual promoción de estudiantes de Letras de la UBA. Mi crítica apunta, entonces, a la producción de algunos de esos particulares en tanto actores emergentes de una futura conformación de la institución académica y, en consecuencia, de un futuro programa de crítica cultural.
Sin embargo, siendo que aquellas actividades extra-académicas tales como la creación de revistas virtuales de literatura y/o de crítica cultural donde se promueve, a mi entender, la lógica dudosamente argumentativa del “comment” constituyen espacios anfibios (al mismo tiempo dentro y fuera) de legitimación académica, se vuelve imposible deslindar esos espacios. Este carácter anfibio alcanza tanto a las actividades del grupo “Haceme llegar” como a las que quien esto escribe desarrolla, puesto que, aun cuando me defina a mí mismo como un desencantado de la universidad –desencantado en tanto la UBA exige a mi generación
a) trabajar ad honorem, lo que en mi caso particular no se puede,
b) competir ferozmente por un posgrado rentado en universidades del exterior que justifique esos años de dedicación ad honorem, lo que en mi caso no se quiere–,
sostengo al mismo tiempo una práctica escritural de pretensión académica y una actividad que se inserta en una institución distinta de la universidad pública y gratuita, que es la actividad de editor de libros, como editor del sello Black & Vermelho y como integrante del proyecto Eloísa Cartonera sobre el cual Selci-Kesselman arrojan sus dardos. Es por eso que esta crítica estará en todo momento orientada por esa doble inscripción institucional.
La belleza del cartonero emana de estar entre basura; más aún, de que la basura lo defina intrínsecamente. Incluso cuando hace un libro, sigue siendo un cartonero (y no un obrero); la basura lo persigue a todas partes, no se la podrá sacar jamás de encima. Lo que hay implícito en esto es un chapoteo perverso en la basura, que eterniza una coyuntura histórica en lugar de percibirla en su devenir. El cartonero siempre será cartonero, y la basura siempre será su concepto –ésta es la significación ideológica última de Eloísa Cartonera.
Damián Selci y Violeta Kesselman. ”Helder contra Helder”
Por la mañana, cuando aún la luz no ha fundido la sombra, se ve ante los tachos de basura, inclinadas y borrosas, figuras que parecen humanas, hurgando y examinando. Si bebieran sangre de algún carnero negro, cobrarían voz y podrían expresar algo de sus vidas. Son mudas.
Aquello que se arroja al tacho de los desperdicios, puede ofrecer para estos hombres valor de alimento o de mercancía. Van cargando papeles, huesos y latas sobre sus espaldas, como escarabajos. (…) Acostados en los umbrales, en la tierra, todos los días despiertan ellos en el día anterior para empezar de nuevo una jornada ya gastada. Un día ya vivido que, como ellos, tampoco tiene nombre propio ya, porque se llama ayer. Junto a estos arrogantes señores de la autarquía y la miseria pasan los enormes bultos de basura sobre piernas que se esfuerzan aún por sostener el ritmo fabril de la ciudad. La mañana disipa, al fin, las sombras.
Ezequiel Martínez Estrada. La cabeza de Goliat
Aclaro: el párrafo de Selci-Kesselman que acabo de citar está precedido por otro donde se puede leer que no son los autores quienes encumbran “la belleza del cartonero” sino, según ellos, la editorial misma que fabrica tapas de cartón para sus libros. La relación entre esta primera cita y el fragmento de Martínez Estrada sobre los linyeras de Buenos Aires (publicado en 1940) estaría dada, entonces, en el nivel del enunciado pero no en la perspectiva de la enunciación; todo lo contrario, Selci y Kesselman estarían imitando la retórica fatalista de Martínez Estrada desde afuera, como terceros que atestiguan la repetición, en contextos diferentes, de tan pesadillesca manera de focalizar sobre los sectores más excluidos de la sociedad argentina, y consecuentemente la denuncian. El regodeo de Selci y Kesselman con este lenguaje tiene entonces una causa justa: ellos vienen a decir las palabras que el proyecto Eloísa debería usar de ser un proyecto honesto consigo mismo.
Todo esto, a su vez, infijado en un ensayo sobre la poesía de Helder donde se hace una lectura de la basura tal como aparece en esos poemas. Quisiera ir por partes, recortando el texto de “Haceme llegar”. La parte del texto dedicada a la editorial empieza de la siguiente manera, con un tono que permite vislumbrar lo que, en definitiva, será la única hipótesis más o menos globalizadora que nos deja el texto y que nos permite extraer un sentido de semejante extrapolación: Helder y Eloísa tratan la basura de maneras opuestas:
Si hablamos de la relación entre basura y subjetividad en la poesía, es imposible no hacer referencia a la editorial más famosa de la literatura actual, que es, por supuesto, Eloísa Cartonera
No, no es imposible. Primer error metodológico: si hablan de poesía, sí es posible no hacer referencia a una editorial. Esto parece una pavada, pero es necesario aclararlo. ¿Por qué? Porque la oposición que Selci-Kesselman establecen entre la obra de Helder y el trabajo de Eloísa se sustenta primeramente en términos de sentimiento: en la mirada de Helder hay “depresión” ante la basura, mientras que en la mirada de Eloísa hay “alegría”. Por eso, creo, es necesario establecer una distinción. Es conocida la teoría de Theodor Adorno sobre la negatividad del arte, de la poesía: su fuerza está dada en tanto niega a otra fuerza proveniente de una praxis extra-artística institucionalizada ya sea a través del mercado o del Estado. El mismo carácter negativo se puede aplicar a la crítica de arte o de lo que fuere; de hecho, la mirada crítica de Selci-Kesselman, como la Martínez Estrada, se alza desde una negación –en ambos casos menos teórica o formal que emotiva. Pero no se puede aplicar a una industria cultural como lo es una editorial. Nadie puede esperar que una empresa cultural trabaje desde la depresión.
En todo caso, de persistir esa voluntad comparatística, sería más lógico relacionar a Eloísa con los talleres de Helder, no con sus poemas, en la medida en que editoriales, revistas y también talleres literarios están más cerca entre sí en una suerte de “serie de las instituciones literarias privadas” que cualquiera de esos espacios respecto de la “serie de los poemas”. Y ahí supongo que ni Selci ni Kesselman asisten a esos talleres para que se les enseñe a mirar la basura con tristeza –cosa que, desde ya, Daniel García Helder sería con toda seguridad el último en hacer. Quiero decir: se asiste a talleres, al igual que se compra libros, desde un lugar y una esperanza distintos a los que se tiene o se procura al momento de escribir.
El texto sigue de la siguiente manera:
En Eloísa Cartonera tenemos escritores de cierto renombre publicados en unos libros de cartón, todos hechos a mano por cartoneros reales, de los cuales no se produce más que un pequeño puñado.
Dos cosas quiero dejar de lado antes de avanzar: no se produce “un pequeño puñado” de libros sino que, desde hace un año, en Eloísa las ediciones se realizan por offset, con tiradas de 300 ejemplares como mínimo. Algunos títulos de la primera época (2003-2004) no pasaron nunca por offset y se siguen haciendo actualmente por fotocopia sólo en casos de encargos específicos, pero éstos no constituyen, diría yo, ni el 1% de la producción total de libros en Eloísa. La segunda cosa: Selci y Kesselman no conocen el taller de Eloísa o al menos no lo conocen desde el momento en que, a comienzos de 2005, comenzó a funcionar nuestra imprenta y Ramona Leiva, que es la Jefa de Producción del proyecto, tomó a su cargo las ediciones y el control de calidad de los ejemplares. Más aun, probablemente no conocen la producción de libros desde comienzos de 2005; de otro modo, no se entregarían tan fácilmente a la ironía de “un pequeño puñado de libros”, puesto que la diferencia entre una impresión offset y una fotocopia salta a la vista de cualquiera.
Pero eso no es lo importante. Acá, en este pasaje citado, aparece, en mi opinión, la clave para trasegar la argumentación de Selcit y Kesselman, la que me permitirá, si tengo suerte, devolverles el bumeran del fatalismo a la Martínez Estrada. Son ellos, de hecho, quienes afirman que los libros son “hechos a mano por cartoneros reales”.
En principio, ¿qué es eso de “cartoneros reales”? ¿Acaso existen cartoneros metafóricos? Yo quiero creer que, si existen cartoneros metafóricos, ellos son Selci y Kesselman desde una prosa que recoge residuos discursivos provenientes del marxismo, de la retórica de Canal 9 y del ensayo de interpretación nacional con los cuales salen al mundo del software a denunciar la mala calidad de los soportes físicos para los libros. Y es que no deja de ser gracioso que un puñado de espíritus críticos con todas sus actividades intelectuales concentradas en el mundo inmaterial de internet hablen, como lo hacen en otra nota, de la cualquierización de la poesía argentina a partir de sus precarios soportes materiales. Cualquier persona que intentó alguna vez vender un libro de poesía sabe por qué esto no deja de ser gracioso.
En segundo lugar, ¿qué “cartoneros” hacen libros?
Toda la argumentación del texto de “Haceme llegar” se basa en dos elecciones léxicas altamente connotadas: “basura” y “cartoneros”. Si uno se tomara el trabajo de reemplazar esas palabras por, por ejemplo, “cartón” y “trabajadores”, la nota perdería absolutamente el sentido de decir. Lo mismo si se usaran “cartón” y “chicos”, como llaman Cucurto o Ramona a Enrique y Celeste Portillo, dos de las personas (asalariadas) que arman los libros –ahí podrían hacer otra nota acusando a la editorial de paternalista.
Lo cierto es que nadie en la editorial trabaja de “cartonero”. Eso, por una razón obvia: para haber cartoneros, la editorial tendría que ser, en vez de un local de 30mts, una ciudad con viviendas y accesos públicos. Esto, que parece una pavada, quizás no lo sea. Lo que quiero decir es que la operación que hacen Celci y Kesselman es la de fijar todo el potencial recuperable de los objetos de consumo diario en la categoría de “basura” y, del mismo modo, congelar toda ambición de movilidad social en la categoría de “cartoneros”. Vayan donde vayan, para ellos son cartoneros.
Si Damián Selci se topara con Enrique Portillo y le preguntara cuántas calles recorre por día levantando cajas, la respuesta de Enrique, si está de mal humor, podría ser de tipo “¡ojalá pudiera salir a caminar, pero acá me tienen atado a la imprenta!”. Si Violeta Kesselman se acercara a preguntarle a Ramona Leiva “¿cuántas horás al día cartoneás?”, la respuesta de Ramona, si está de buen humor, podría incluir una reverenda puteada y un consejo: salí por donde entraste.
Hablando en serio, la frase
El cartón, y su defectuosa o cómica conversión en un libro, nos grita que ha sido manipulado por un cartonero
ya lo confunde todo: si alguien hace un libro con cartón, no puede ser cartonero. Una cosa sería una crítica de tipo “los integrantes de Eloísa, en una operación típicamente efectista, armaron su proyecto sobre la base de la repercusión y el interés que despierta en Argentina (y en el mundo) el fenómeno de los cartoneros”. Eso es indiscutible para mí; no hay duda de que la editorial extrae todo su capital simbólico de esa base. Pero Selci y Kesselman, que al fin y al cabo pasaron por la universidad, saben que esa base no es suficiente para afirmar que
Tampoco se trata de asistencia social (darles trabajo a los cartoneros), sino en cierto modo de vendernos cartoneros.
Decir eso implica aseverar (por ausencia de contra-argumentos) que en Eloísa alguien o algunos lucran con la tarea de otros a los cuales se priva de todo beneficio económico, cuando la única realidad en Eloísa es que deben venderse 300/400 libros al mes para recaudar 1500 /2000 pesos y así pagar los 6 pesos por hora de tres “trabajadores del libro” más el alquiler del local. Y tres trabajadores del libro a quienes no sólo Selci y Kesselman sino, sobre todo, sus padres y madres, no les darían la menor oportunidad de trabajo.
Es decir: cartoneros, sí, los que proveen a la editorial de cartón. Así como para “Haceme llegar” existe un proveedor electrónico instalado en sus oficinas en Miami, para Eloísa existen proveedores de cartón y de capital simbólico; sobre la base de esos proveedores algunos integrantes del proyecto construimos nuestra “gloria literaria” o artística –que es más bien limitada, porque la mayoría de los proveedores de gloria literaria son de la misma opinión que Selci y Kesselman– y otros integrantes consiguen un trabajo, un oficio y una actividad no alienante remunerada (como es la actividad de pintar) a raíz de la asignación absoluta de los ingresos económicos del proyecto en sueldos, pago de alquiler y compra de insumos (témperas, tintas y demás). Los que somos literatos tenemos otros trabajos remunerados, o sea que nos alcanza y sobra con la gloria. Y, cuando no nos alcanza, nos la bancamos.
En realidad, la frase del artículo que más me sacó fue
Pues es evidente que estamos invitados a ver en esos cartoneros no una mera fuerza de trabajo, actualizable en diversos trabajos empíricos, sino algo como un Cartonero en sí.
Yo no sé; están todo el tiempo dando por evidentes cosas que ni siquiera se tomaron el trabajo de ver ellos mismos. Los integrantes de la editorial, en los momentos de mayor debilidad ante la novelita mediática del ascenso meteórico, a lo sumo hablamos de “ex cartoneros” trabajando en el taller. Quien esto escribe es más anticuado y habla de “trabajadores”. Cucurto, que en todo momento –especialmente cuando escribe– sigue la máxima lacaniana de “la verdad no puede ser dicha”, simplemente habla de “chicos”. Y trabajos empíricos actualizables es lo que sobra en la editorial –lo que falta es capital para que más personas actualicen trabajos empíricos–: a diferencia de una página web, una editorial que combina producción industrial y artesanal permite que sus integrantes pasen, por ejemplo, de pintar tapas a dominar el oficio de imprentero, como ya ocurrió en un caso.
Otras cosas al pasar: no puedo darle sentido a la noción de “fetichismo del productor” que esgrimen Selci y Kesselman desde una suerte de conservadurismo que resemantiza “para atrás” a Marx; que yo sepa, el productor siempre se exhibe como tal en el producto, no está nada mal que eso pase.
Y descarto de pleno como algo a priori malintencionado cuando dicen
Así, el cartonero se vuelve alguien sublime, se estetiza, se convierte en alguien “bello” –de hecho, podemos ir a verlos mientras trabajan... (¿no hay aquí cierto sesgo pornográfico?)
Lo descarto como tal porque, en consecuencia con lo que vengo diciendo, nadie jamás dijo en Eloísa “pasen a ver a los cartoneros”. Sí se invita, permanentemente, a todo el mundo a visitar el local y observar el proceso de armado a cargo de los “trabajadores”/”chicos”.
Ya en cuanto a cuestiones de sociología o de filosofía política como
El hecho de usar cartón para editar literatura representa la utopía autorreflexiva del capital: no hay puro resto, no hay basura, todos los desechos reingresan al mercado gracias a cierto proceso.
la utopía del capital se me escapa. De lo que sí puedo hablar es de una característica de la producción capitalista que es exactamente opuesta a lo que allí se señala: el enmascaramiento del excedente como falla, algo que, si se me permite la anécdota, recuerdo desde muy chiquito. Yo me eduqué en una escuela que compartía cuadra con una fábrica de ladrillos tipo Lego. Cada tanto, por la tarde, tiraban el excedente a la basura, y en mi escuela todos jugábamos con esos ladrillitos “falsamente fallados”. Los tipos tenían una escuela al lado pero eran incapaces de donar el sobrante de producción; les convenía tirarlo a la basura. De más está decir que muy pocos eran los ladrillos verdaderamente fallados entre todo eso que iba a parar a la innombrable e intocable e inasimilable e inestetizable basura.
Espero haber demostrado que Selci y Kesselman fundan su argumentación en una mentira, con intenciones que ellos conocerán, a la cual le suman mentiras más grandes (como la afirmación de que en Eloísa no existe trabajo remunerado). La demostración era mínima, palabra de uno contra palabra de otro, pero necesaria. Lo que me queda por decir tiene que ver con la cuestión misma anunciada al comienzo: la posibilidad de leer en “Haceme llegar” –teniendo en cuenta que es un grupo integrado por los estudiantes de Letras actuales con mayor visibilidad en el “campo intelectual”– el síntoma del tan mentado empobrecimiento de la producción intelectual en la UBA. Yo, quizás por voluntarismo, no comparto que la UBA esté en decadencia; si lo está, sigue siendo la única opción para formar parte de la institución académica en Buenos Aires –las universidades privadas, en mi opinión, pertenecen a eso que antes llamé “serie de las instituciones privadas” junto con las editoriales, las revistas y los talleres literarios entre otros. Pero lo cierto es que la producción de “Haceme llegar” revela a mi juicio graves problemas de composición de un argumento. Por ejemplo, hacen un análisis de discurso y en ningún momento se especifica un objeto de estudio que sea discursivo. Eloísa es una editorial, por lo tanto el argumento debería centrarse en el discurso de la editorial. Distinta sería una crítica centrada en los discursos que se tejen en torno al proyecto de Eloísa, por ejemplo en ciertos medios que no tienen reparos en decir que Cucurto pasó de cartonero a best-seller cuando ni Cucurto ni nadie del proyecto diría algo así jamás. A mi entender, si Selci y Kesselman hubieran empezado por un gesto tan demodé como es el de recortar su objeto de estudio, distinto sería el camino de la argumentación. Eso, para no hablar del uso sentimental que hacen de algunos conceptos del marxismo. Mi generación de estudiantes de Letras, que es inmediatamente anterior, padeció la imposición casi total de la fotocopia, y con ello del fragmento, del capítulo de libro. ¿Será que esta generación padece la imposición del “post”, del “comment” o del resumen del libro que ofrece Amazon.com?
Yo siempre quiero hablar del orgullo que me da el que existan libros, aunque sean precarios, donde se puede leer a Enrique Lihn y a Haroldo de Campos, entre tantos otros, por cinco pesos. Ahora no; ahora quiero publicitar que, desde el momento en que Ramona Leiva se convirtió en Jefa de Producción de la editorial, los libros no se rompen así nomás. Cambiaron mucho. Existe, sí, un lado japonés en la editorial: hermosos objetos mundanos (¡HOM!). Asimismo, Cucurto siempre dice que Eloísa publica “literatura border”. La existencia en el catálogo de un texto de Piglia quizás lo desmiente. Pero estamos de acuerdo en que el proyecto editorial en sí es border, porque es una editorial que se ubica en el borde donde un lector de literatura puede dejar de serlo por razones económicas. Eloísa no lleva literatura a los sectores más castigados; para eso, sólo el Estado puede actuar. Tampoco se limita, como hace hincapié la respuesta de Fabián Casas a este mismo artículo que yo estoy deplorando acá, a venderle materialidad disonante a la clase media alta. Eso pasa, y no es todo lo que pasa. Yo siempre digo que el público de Eloísa está compuesto por gente que tiene muchos, muchos libros en su casa, y por gente que tiene pocos. La gente que tiene unos cien libros en su casa detesta el proyecto, porque tiene una noción más ornamental de la literatura. A mí me interesa sobre todo que los libros lleguen a estudiantes sin prejuicios, sin plata para gastar 40 pesos en vanguardia, y con mucha ambición de leer vanguardia. Y me preocupa el que haya otros estudiantes que hablen mal del proyecto sin conocer el catálogo ni las normas últimas de acabado del soporte ni las normas de distribución de los ingresos. En Eloísa hay una pedagogía editorial: se parte del precio máximo de venta, y se hace lo mejor posible en la técnica más adecuada, dando lugar también al trabajo no industrial, no “quemante”. Algo así, creo, había soñado Walter Benjamin. No vendemos ni la décima parte de lo que podríamos vender, y eso porque el fetichismo no es sólo nuestro.
En una época había “hombres de letras”; ahora se habla de críticos culturales. Del mismo modo, ya no se habla tanto de linyeras –como en el texto de Martínez Estrada– sino de cartoneros. El cartonero quizás sea una especialización y al mismo tiempo un paso más en la dignificación del trabajo respecto del linyera: especializa porque recorta su objeto (sólo cartón), dignifica porque es difícil (al menos para mí) entender cómo muchos cartoneros de 18 años no están robando casas en vez de juntar cartón –yo estaría robando, Selci y Kesselman quizás también. Entre los intelectuales, el camino parece ser el inverso: el crítico cultural de hoy borró toda especificación y se permite hablar de cualquier cosa, de cualquier disciplina, con toda seguridad. Y con una seguridad que en muchos casos, sin duda, quita todo matiz de trabajo digno que pudo haber existido en el hombre de letras.
Flores, 25 de mayo de 2006.